Es sábado por la mañana. Estoy sentado en una cafetería de
barrio, observando por el ventanal la luz atenuada de una mañana gris de
diciembre. Es bastante temprano y siento
cierto desasosiego.
De repente, uno de parroquianos del lugar le pide un anís al
camarero. Al observar caer el chorro trasparente en la copa de mi vecino, no
puedo evitar el impulso de pedirle lo mismo al camarero. Acerco la copa a mis
labios y el aroma me devuelve al instante a un tiempo pasado feliz.
Esas noches en que, de niños, mi hermana y yo nos
acostábamos felices y expectantes en nochebuena para aguardar nerviosamente la
llegada de la madrugada.
Mientras sonaba un vinilo de 45 revoluciones de villancicos
de Tino Rossi (cantante lírico muy popular en Francia en esos años), mi padre,
en un último acto ritual, llenaba dos copas de anís Pastisse en una mesita
cercana al árbol de navidad. Entonces se bebía una de ellas delante de nosotros
y dejaba la otra llena para cuando Papa Noël hiciera su visita.
Luego nos íbamos a la cama a disfrutar de la agridulce
sensación de espera, esa misma sensación que en ocasiones todos hemos sentido
alguna vez como magos al aguardar la llegada de un pedido mágico, ese libro o
efecto imaginado, ansiado.
Y es que los magos somos un poco como esos niños que esperan
sus juguetes por navidad. Soñamos con el efecto mientras llega, con esa
presentación personal que le vamos a dar, imaginando por anticipado las
reacciones favorables de espectadores. Recorremos las páginas de las tiendas
mágicas de Internet cual niños maravillados ante un catálogo de juguetes, todo
un escaparate de maravillas.
Luego llega el pedido, como cuando al amanecer mi hermana salíamos
catapultados escaleras abajo para contemplar al fin la hermosa visión del árbol
engalanado de regalos. De reojo, antes de lanzarnos a romper como locos papeles
de colores, hallábamos la corroboración definitiva: la otra copa de anís vacía –sin
duda apurada por Papa Noël, todo un detalle de autoconvencimiento por parte de
mi padre.
Y jugábamos y jugábamos y jugábamos… Pero a los pocos días (a
veces horas) se acababa esa mágica fascinación.
Y es que casi nunca es como esperamos. El potente marketing
de las tiendas de magia nos llena casi siempre la cabeza de pájaros que emigran
al sur al descubrir la realidad.
Sin hilos, sin imán, el mago no toca… dicen las
descripciones de efectos.
Y es que, como dice Ken Weber en Maximum Entertainment, si
no hay hilo, ni imán y si el mago ni
siquiera toca, a saber qué mierda de juego será. Por eso invita a los magos a
desconfiar de las últimas novedades y a invertir más bien en juegos clásicos que
el tiempo ha corroborado.
¿Y qué hay de ese libro soñado del que habla Darwin Ortiz?
Ese libro que nos va a prodigar las técnicas y efectos soñados, ese libro con
el que nos vamos a encontrar a nosotros mismos como magos. El libro definitivo.
Tampoco suele serlo.
Eso sí. Aquí hay más posibilidades de satisfacción (y más si
apostamos por clásicos consolidados como Canuto, Ascanio o Giobbi). Aunque
muchos efectos del libro no sean lo suficientemente prácticos o técnicamente
asequibles o compatibles con nuestro estilo, siempre hallaremos alguna técnica,
idea, trama o efecto aprovechables. Pero de ahí a que se cumplan todas nuestras
expectativas…
Permitidme una propuesta para estas fiestas. ¿Por qué no
revisáis material antiguo? ¿Por qué no desempolváis alguno de esos libros,
efectos y DVDs que duermen en vuestras estanterías y cajones? Coged al azar uno
de ellos y dadle otra oportunidad.
Y entonces os llevaréis (nos llevaremos) más de una
sorpresa.
Encontraremos efectos descartados que pueden expresar cosas
que ahora sentimos pero que antes no tenían ningún sentido (probablemente
porque en los comienzos ni siquiera nos planteábamos expresar nada con nuestros
efectos, pues brillaban por sí mismos).
Encontraremos efectos descartados porque se nos resistía alguna
técnica y, ¡oh sorpresa!, ahora sí que la conocemos y hasta la dominamos.
Encontraremos incluso efectos (buenísimos) descartados que hicimos
en los comienzos pero que fuimos olvidando con el tiempo, seducidos por la
constante búsqueda de evolución y novedad.
Pero a pesar del rollo que os suelto en este artículo –en
parte escrito para convencerme a mí mismo- no puedo escapar de mi incoherencia,
ni controlar mis ansias de novedad, pues yo mismo padezco el síndrome de Santa
Claus en primer grado y, conforme apuro el último sorbo de anís, por fin observo
a través del ventanal al funcionario de correos abrir la oficina del barrio.
Y allí que voy, expectante, ilusionado, como un niño en la
mañana de Navidad en busca de ese efecto soñado, de ese libro definitivo…
A todos los que os paseáis por esta ventana,
Feliz Navidad.
Muy buen artículo Mariano. Espero que Quique lo lea y se atreva a desempolvar su maravilloso pedido de las pajaritas. Yo haré lo mismo con cierta cajita, y con algunas cosas más ;)
ResponderEliminarUn abrazo y felices magias.
Otro para ti, Luisón.
EliminarMaravilloso! Todos hemos pensado eso, hemos tenido esa sensación, nos a tocado "sufrir" esa espera... Pero ninguno, creo, nos hemos atrevido categorizarla "Sindrome de Santa Claus" Lo mejor es la propuesta final, revisaré mi material con la esperanza de conseguir lo que propones.
ResponderEliminarUn abrazo y felices fiestas!
Un abrazo, Francisco.
ResponderEliminarUn abrazo, Francisco.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo y bien cierto todo lo que dices, yo, por suerte tengo un amigo, mentor, un mago clasico y estudioso de lo clásico que me ha llevaod por el buen camino, y como decia Ascanio, si un juego ha llegado a ser clásico, por algo será.
ResponderEliminarAsí es. Un saludo.
EliminarRealmente me sentí más que identificado, por un momento pensé que yo era el que decía eso a la vez que lo leia, te felicitó, y exelente reelección.
ResponderEliminarMe alegro haber conectado contigo. Espero que te haya aportado algo. Abrazo.
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